GUILLERMO EL
MARISCAL
Por: Jorge Noriega
El martes catorce de mayo de 1219 habría de morir Guillermo el Mariscal
a los setenta y tres años de edad. Su
vida, espejo de virtudes, comenzó con un nacimiento humilde; pero Guillermo,
voluntarioso, llegó a las más altas cumbres de la aristocracia normanda.
A su muerte tranquila se diría de él que fue entre todos los caballeros
quien mostrara la mayor lealtad, una gran sabiduría y valor a toda prueba.
Su existencia fue ejemplo de una incesante ansia de perfección; en él la
soberbia fue derrotada por la humildad que aprendió a apreciar; la lujuria, abatida mediante una castidad y
modestia notables, lo hizo modelo de donceles. La avaricia le era repugnante:
el desprendimiento del caballero le granjeó el amor de los pobres y de la gente
de su clase que jamás pudo culparlo de envidia.
Y si en su papel de guerrero podría haber usado la cólera contra sus
enemigos, Guillermo cuidó de distinguir
entre ira y coraje. En cuanto a la pereza, simplemente la ignoró desde
niño.
Pero nunca pudo combatir la gula.
Corpulento, parecía natural su comer desenfrenado. Y sus cualidades
ocultaban el defecto.
Sólo
su confesor veía el vicio, la desviación que haría perder el alma de Guillermo;
cuántas veces le advirtió de la condenación por esa flaqueza propia de la
plebe. Exasperado en ocasiones, el fraile levantaba la voz contra el Mariscal
para advertirle que Dios no podría perdonar tan mezquina falta en medio de
tantas virtudes . Que meditara en el alejamiento eterno de la divinidad y en la
convivencia (terrible) con el demonio: “A quien entregarás todo, Guillermo, en
grande y temible despilfarro”.
Sin embargo el héroe no parecía entender ni conmoverse ante la
perspectiva del horror.
Así, en la madrugada del que sería su último día, sintiéndose enfermo,
ordenó servir en sus habitaciones un banquete que hizo, por su desmesura,
derramar lágrimas al sacerdote quien presentía el final.
Guillermo el Mariscal murió al atardecer. Esta última aventura tuvo un
desenlace inesperado: el Caballero, armado como exigía el ritual de las grandes
ceremonias, y con el yelmo bajo el brazo para presentarse humildemente ante su
creador, se encontró con un dios obeso quien le dio la bienvenida al
paraíso: “Ven Guillermo. Siéntate a mi
mesa; en ella no existe el hartazgo”.
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