miércoles, 1 de julio de 2015


                           GUILLERMO EL MARISCAL

Por: Jorge Noriega

     El martes catorce de mayo de 1219 habría de morir Guillermo el Mariscal a los setenta y tres años  de edad. Su vida, espejo de virtudes, comenzó con un nacimiento humilde; pero Guillermo, voluntarioso, llegó a las más altas cumbres de la aristocracia normanda.
     A su muerte tranquila se diría de él que fue entre todos los caballeros quien mostrara la mayor lealtad, una gran sabiduría y valor a toda prueba.
     Su existencia fue ejemplo de una incesante ansia de perfección; en él la soberbia fue derrotada por la humildad que aprendió a apreciar;  la lujuria, abatida mediante una castidad y modestia notables, lo hizo modelo de donceles. La avaricia le era repugnante: el desprendimiento del caballero le granjeó el amor de los pobres y de la gente de su clase que jamás pudo culparlo de envidia.
     Y si en su papel de guerrero podría haber usado la cólera contra sus enemigos, Guillermo cuidó de distinguir  entre ira y coraje. En cuanto a la pereza, simplemente la ignoró desde niño.
     Pero nunca pudo combatir la gula.  Corpulento, parecía natural su comer desenfrenado. Y sus cualidades ocultaban el defecto.
     Sólo su confesor veía el vicio, la desviación que haría perder el alma de Guillermo; cuántas veces le advirtió de la condenación por esa flaqueza propia de la plebe. Exasperado en ocasiones, el fraile levantaba la voz contra el Mariscal para advertirle que Dios no podría perdonar tan mezquina falta en medio de tantas virtudes . Que meditara en el alejamiento eterno de la divinidad y en la convivencia (terrible) con el demonio: “A quien entregarás todo, Guillermo, en grande y temible despilfarro”.
     Sin embargo el héroe no parecía entender ni conmoverse ante la perspectiva del horror.
     Así, en la madrugada del que sería su último día, sintiéndose enfermo, ordenó servir en sus habitaciones un banquete que hizo, por su desmesura, derramar lágrimas al sacerdote quien presentía el final.
     Guillermo el Mariscal murió al atardecer. Esta última aventura tuvo un desenlace inesperado: el Caballero, armado como exigía el ritual de las grandes ceremonias, y con el yelmo bajo el brazo para presentarse humildemente ante su creador, se encontró con un dios obeso quien le dio la bienvenida al paraíso:  “Ven Guillermo. Siéntate a mi mesa; en ella no existe el hartazgo”.




    








    





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