Para Serpentín 29 septiembre de 2015
Con maíz, frijol y chile se ha sazonado una patria
Por Luis M. Márquez
Desde siempre el maíz fue
vital en la conformación de la patria mexicana. El Popol Vuh, libro sagrado de
los mayas, cuenta que los dioses crearon a los hombres de barro, pero no les
fueron útiles, entonces hicieron hombres de madera, pero fueron destruidos
porque carecían de corazón, y sólo cuando emplearon la semilla de maíz para
construir el cuerpo de los hombres, éstos pudieron vivir. “De maíz amarillo y
de maíz blanco se hizo su carne; de masa de maíz se hicieron los brazos y las
piernas del hombre. Únicamente masa de maíz entró en la carne de nuestros
padres, los cuatro hombres que fueron creados”. Para los mayas y aztecas los
pueblos que no sembraban maíz y que no tenían un culto organizado de las
grandes teocracias eran considerados bárbaros, en los que no había aparecido el
alba de la cultura.
Guillermo Bonfil Batalla, etnólogo y antropólogo mexicano
de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, dijo: “El maíz es una planta
humana, cultural en el sentido más profundo del término, porque no existe sin
la intervención inteligente y oportuna de la mano; no es capaz de reproducirse
por sí misma. Más que domesticada, la planta del maíz fue creada por el trabajo
humano”.
En México la comida es tan rica y variada como su propia
historia. Los antiguos mexicanos supieron encontrar las combinaciones del
cultivo del maíz y el frijol, el chile, la calabaza y el jitomate, con los que
se alimentaban. Vivieron estos pueblos precolombinos en la abundancia natural,
la cual aprovecharon, ya que extrajeron de ella lo mejor para su supervivencia
y deleite.
No obstante su diversidad alimentaria, hay tres productos
que se forjan como símbolo de la nación mexicana: el maíz, los frijoles y los
chiles; y de ellos, especialmente el maíz es la base de su consumo alimenticio,
cuyo patrón gastronómico es la tortilla. Pero la creatividad culinaria quiso
que esos hombres hicieran del maíz la masa mágica que podía transformarse en
muchas formas distintas, porque con la misma materia elaboraban variedades
asombrosas, no sólo las tortillas, están los tamales en sus docenas de tipos
diferentes, según el estado de la República; los panuchos y los atoles, los pozoles
y chilatoles; los huaraches, chalupas, las picadas, las gorditas, los molotes,
los sopes y garnachas, los tlacoyos, las enchiladas, el pinole y los champurrados,
los peneques y un largo etcétera de cada región del país.
Los conquistadores españoles apreciaron a su arribo a las
nuevas tierras la riqueza, el clima y la belleza de las distintas regiones de
lo que hoy es México. Una vez consumada la conquista los misioneros franciscanos,
dominicos, agustinianos y de otras órdenes edificaron espléndidas iglesias y
conventos en donde las monjas “inventan” muchas de las más importantes
aportaciones a la cocina mexicana contemporánea, al combinar ingredientes
autóctonos con los que eran traídos de Europa, tal es el caso de los
inigualables chiles en nogada, los camotes, ambos de conventos poblanos. Los
misioneros introdujeron en el mundo indígena el cultivo de la caña de azúcar,
la rosa de castilla, algunos tubérculos y el ganado, principalmente.
De esa forma fueron levantadas en la Nueva España
haciendas e ingenios azucareros en los que los indígenas trabajaban arduamente
y se desarrolló en consecuencia el comercio. Había también abundancia de aves y
especies pequeñas para cacería. Los indígenas sazonaban con hierbas de olor,
condimentos, colorantes, flores, mieles, sal, chile y vinagre que obtenían del
aguamiel. Cultivaban hongos, algas, nopal y maguey, así como tunas, de las que
hacían miel y queso, sin faltar el chocolate (que es una de las aportaciones de
México al mundo). Todo lo cual, además de frutas, bebidas refrescantes,
tamales, antojitos, caldos y los imprescindibles dulces, fueron pronto
suculentos manjares en las mesas de españoles, criollos, mestizos e indígenas
en una mutua enseñanza e intercambio de las artes culinarias de España y de lo
que hoy es México, para enriquecerse mutuamente.
Sin embargo, la cocina mexicana es una especie de
caleidoscopio colorido y sorprendente, porque casi cada estado de la República
ha creado sus propias recetas que se han vuelto típicas del lugar. Hablar de
gastronomía mexicana es profundizar en la idiosincrasia del mexicano y entender
las infinitas posibilidades creativas de un pueblo para el que la elaboración
de los alimentos alcanza niveles de misticismo.
Intentar una lista de los manjares más representativo es
tarea difícil, ya que se corre el riesgo de discriminar regiones enteras del
país. Pero es necesario apuntar que existe un condimento que quizá no todas las
cocinas del mundo puedan presumir: los colores de sus ingredientes, la
combinación artística de tonalidades que parecen dibujar lienzos en cada plato.
Resume pues esta cocina, el sabor con el color y la textura con la música.
¿Puede haber más arte en el placer de comer?
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