La
premonición
Por Grace Delint
En
estos días he estado evocando recuerdos de los sucesos de hace ya treinta años.
Tengo muy vivo en la memoria que el 18 de septiembre de 1985, hacia las seis de
la tarde me dolió el estómago, como si presintiera que algo terrible fuera a
pasar. Mi esposo no estaba en México, había salido de trabajo. Cuándo mi esposo
estaba fuera me quedaba a dormir en casa de mis papás. Mi madre me preguntó: “¿Te
vas a quedar a dormir aquí?”, porque era lo habitual, sin embargo le respondí
que no, que ya era hora de que perdiera el miedo a estar sola en mi casa cuando
no estuviera mi marido.
Salí
de casa de mis padres, llegamos mi niño y yo a casa, que estaba a escaso un
kilómetro de la de mis padres. Abrí las puertas del garage, metí el auto y
bajamos nuestras mochilas. En aquel entonces, yo daba clases en el Colegio de
Bachilleres y mi hijo cursaba el segundo año de primaria. Merendamos,
preparamos la tarea, los útiles y loncheras del día siguiente.
El
dolor de estómago no se me quitaba para nada. Le dije a mi hijo que se durmiera
en mi cama, así lo hizo. El dolor de estómago, cada vez más fuerte. Entonces
decidí hablarle a mi suegra para decirle que me iba a su casa, porque si temblaba
no sé qué haría yo en casa sola con el niño. Ella me respondió: “No, mija, no
va a pasar nada”. La conversación se alargó por una hora y mi niño ya se había
dormido. Le dije: “Ya se durmió el niño, me voy a quedar aquí”.
Decidí
dejar prendidas todas las luces de la casa: el estudio, la sala, el comedor, la
cocina, las recámaras, la luz de las escaleras. En lugar de ponerme la pijama,
me vestí con mis pants rosas y las llaves de mi casa, en la bolsa de los
pantalones. Comencé a hacer el simulacro de evacuación a partir de las diez de
la noche. Me acostaba y tomaba el tiempo en el reloj a un minuto determinado
pensaba que comenzaba el temblor, tomaba la maleta con ropa y bajaba corriendo
las escaleras, abría la puerta y salía. Esta operación la hice unas veinte
veces sin exagerar.
A
las cinco de la mañana me dije “ya no tembló, me voy a dormir” y me quedé
profundamente dormida. A las seis de la mañana me desperté y me bañé, después
desperté a mi niño, se levantó, fue al baño y justo cuando estaba por secarme
el cabello con la secadora, sentí y vi que la pared del hall se hacía techo,
los muros tronaban terriblemente. Aparentemente calmada le dije a mi niño, “vamos
de aquí”, él estaba en el baño. Él no sentía nada. Lo cargué y bajé rápidamente
las escaleras, el pobre no dejaba de orinar mientras bajaba a toda velocidad
las escaleras, yo ni cuenta me di. Abrí la puerta y cuando salimos al porche,
observamos el auto que se movía indescriptiblemente, el agua de la cisterna
regó todo el jardincito donde estaba la majestuosa e histórica higuera de la
casa de Cairo. Corrimos por el largo patio hacia la puerta principal.
Nos
pusimos “a salvo” justo en el lugar más peligroso: abajo del techo de la
entrada a la casa, que de por sí ya se estaba derrumbando; sin embargo, ni
tierrita nos cayó sobre la cabeza. Así comenzábamos ese histórico e inolvidable
19 de septiembre al as 7:19 horas.
Era
el principio de la historia, no el final, como pensé, y más tarde en la
televisión pude ver con asombro y dolor una ciudad que parecía del Medio
Oriente, como si la hubieran bombardeado, y era mi ciudad. Por la noche,
mientras estábamos en casa de unos parientes de mi esposo, porque un edificio,
en donde vivían otros de sus familiares, se vino abajo en la colonia Narvarte,
empezó una réplica y casi me colapso, a no ser por mi suegra, que logró
controlarme, pero a costa de rasguños y pellizcos en los brazos. Si el de la
mañana del 19 de septiembre fue terrible, de 8.1 en la escala de Richter, el
que sobrevino treinta y seis horas después, no fue cosa menor, según recuerdo
llegó a 7.3, que ya es un sismo muy destructivo.
Para
mí acabó ahí la historia, no le pasó nada a ningún familiar, ni amigo mío, pero
empezó la tragedia en miles de familias mexicanas, las cifras oficiales hablan
de unos tres mil a cuatro mil muertos y las extra oficiales dicen que murieron
unas diez mil personas.
Después de treinta años, la ciudad aún tiene
cicatrices que nos recuerdan la sacudida aterradora y no nos queda más que
aceptar que vivimos en una ciudad amenazada permanentemente por los movimientos
telúricos.
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